LA MUERTE ANUNCIADA
Por: Lucia Tusquellas Sánchez
Allí sentada en aquellas misma piedra viendo el mismo atardecer que hace ya más de medio siglo.
Su pelo blanco se mezclaba con el viento travieso que jugueteaba con sus rizos y un susurrante mar hacía las delicias de unos oídos que ya apenas podían oír o escuchar nada. Tenía los ojos pesadamente cerrados, juntándose las pestañas de arriba abajo, tan largas como antaño y negras, recordando la belleza de una antigua juventud. El aire hacía que pequeños granos de arena se chocaran contra su piel de papel, en toda la extensión de su rostro. La sonrisa de su boca acababa en dos marcados hoyuelos alegres, que señalaban sus hoscos pómulos acariciados por la brisa. Sobre su regazo tenía juntas las manos, entre cruzando los dedos, cuyas uñas , cuidadas con esmero y cariño, se hundían en la palma, pero sin fuerza. Sus pies, que tantos pasos habían recorrido, que en otro tiempo hubieran calzado tacón, ahora se sobresalían de unos feos zapatos ortopédicos que se llenaban de arena hasta apenas verse el color negro que los teñía.
Sin ser esperada, una lágrima se deslizó silenciosa por su mejilla hasta sus labios, que tantas palabras sabias podían pronunciar para algunos y tan estúpidas sonaban para otros, tonterías sin sentido, batallitas de un tiempo mejor, que a quienes no sabían, o no querían escuchar, aburrían hasta el punto de ridiculizarla, como si no se diera cuenta de que lo hacían. Aquélla lágrima, que tan silenciosa recorrió su rostro, dejó un sabor amargo que hablaba de una época mejor en la que todo se hubiera arreglado con una sonrisa llena de dientes perlados y una mirada directa al corazón de una joven sincera y tan bonita… sobretodo tan bonita, que conquistaba los corazones de todos con dos palabras de su boca de fresa. ¡ Cómo corría por aquella playa descalza esa joven inocente!, sin saber que su juventud se secaba como una rosa al marchitarse. Ya era tarde para regar ese campo vacío que desde hacía décadas estaba en barbecho.
Inhaló profundamente una bocanada que inundó sus antiguos pulmones, cansados ya de respirar. Ese aire, de olor a sal, ya no olía de las misma manera que hace sesenta años, ahora todo olía igual, todo estaba impregnado de el mismo olor que hay al abrir una caja de libros viejos: a papel antiguo, a olvido y a soledad, soledad de personajes que hace tiempo que no acompañan a nadie, sobretodo eso, a soledad y a olvido, soledad marcada por la tristeza de saber que no volverá a estar acompañada por aquellos que se han ganado su cariño, y olvido, como el niño que se cansa de un juguete y lo aparta hasta que se cubre de polvo en un rincón del baúl, sobretodo eso. La vida no es fácil, no , te caes y tienes que volver a levantarte, pero ella ya no podía levantarse más, había caído en una batalla que no podía librar, sin ser levantada por ninguno de esos soldados, compañeros de su viaje, que ya habían caído antes. La guerra estaba perdida.
Le habían puesto fecha a todo, números, son solo números, al resto de las personas les hacían tranquilizarse, a ella no, solo le hacían caminar más despacio a un destino que no deseaba, ese destino que también tenía fecha. Se aferraba a la vida con ambas manos. Es cierto, no quería morir, a pesar de ser vieja, pero ya no servía para nada, solo era algo que incordiaba, que molestaba a la gente que quería, a los suyos. Eso mismos que le habían dicho: “ Es lo mejor para ti” … ¿Cómo lo sabes?. ¿Mejor para mi o para ti?. Si es mejor para mi no lo quiero, se decía ella interiormente por miedo a ser tratada como a una estúpida.
Una mano impaciente, joven, llena de vida, tocó su hombro levemente, con infinito cariño, como el vuelo de una mariposa, y sus ojos se abrieron dejando que el mar se sumergiera en ellos. Con cuidado y muy despacio se levantó y, agarrando la mano de su bien más preciado, su nieta, anduvo rumbo a su propia muerte anunciada como predica el libro.
Lucía Tusquellas Sánchez
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